A medida que el proceso reconquistador avanzaba hacia el sur se acrecentaba la inseguridad en las costas arrebatadas por los cristianos a los musulmanes. Desde 1488, fecha de la capitulación de las tierras levantinas de la actual provincia de Almería, y su sometimiento a la soberanía de los Reyes Católicos, la presencia del corso berberisco fue en aumento y su protagonismo en incursiones y asaltos a las poblaciones cercanas a la ribera mediterránea una constante en los siguientes tres siglos.
Frente a esta amenaza la Corona, obligada a proteger a los repobladores cristianos que progresivamente se iban asentando en este peligroso territorio, hubo de arbitrar un programa de mediadas que limitaran las acciones violentas de los monfíes –musulmanes que no aceptaron el nuevo orden y se echaron al monte– y los desembarcos del corso procedente del norte de África. No se puede obviar que los ataques berberiscos no cesaron durante centurias y supusieron un costo humano y económico considerable sobre todo en la franja litoral andaluza.
Óleo de Van Eertvelt en el que se muestra un abordaje de los piratas berberiscos
Aunque los inicios de esta defensa fueron muy tímidos, las consecuencias de las incursiones, cada vez más violentas y frecuentes, llevaron a Felipe II a establecer un plan de defensa del litoral de sus reinos, con especial atención al de Granada. La visita entre 1567 y 1584 de varios arquitectos como Antonio del Verrio, Luis Machuca o Francisco de Herrera, así como un aporte de recursos destinados a materializar el plan, dieron como resultado la reparación de antiguas torres que se hallaban en ruina y la construcción de nuevas defensas, todo ello en un momento en el que los corsarios, conscientes de los obstáculos que para sus objetivos suponían estas fortificaciones, no desaprovechaban la ocasión de destruirlas siempre que las condiciones les fueran favorables.
En esta parte del litoral levantino, la documentación desvela que durante el reinado de Felipe II se construyeron o reconstruyeron las torres de los Terreros Blancos, de Almagrera, de Garrucha, de la Carbonera y la fortaleza de Mojácar.
Antonio Gil Albarracín, uno de los mayores especialistas en el estudio de la defensa de la costa, resume las funciones básicas que asumieron estas torres: “el aviso a las ciudades costeras, la comunicación de rebatos por la línea de costa, la defensa de los puntos de aguada (abastecimiento de agua) inmediatos al litoral y la disuasión de posibles desembarcos en sus inmediaciones; las mismas se completaban con un dispositivo de presidios equidistantes donde se acuartelaban las guarniciones dispuestas a acudir a los rebatos”.
Tocar a rebato era el sistema de alarma consistente en la preparación de una fogata –llamadas almenaras- cuyo humo, de día, y luz emitida por el fuego, de noche, servía para alertar a los puestos de defensa cercanos
La financiación del programa, que exigió una ingente inversión, provino tanto de las arcas reales como de los municipios, mediante la concesión de tributos especiales.
La anemia económica que limitó la hacienda pública durante todo el siglo XVII incidió en la conservación y mantenimiento del sistema defensivo costero por parte de la Corona, hasta el extremo de verse forzada a entregar algunas de estas fortificaciones a la iniciativa privada para su recuperación de la ruina, como sucedió en nuestro litoral levantino con la torre de la Garrucha, dependiente de la ciudad de Vera, o el castillo de Mojácar, que pasó a manos del Marqués del Carpio. Y mientras el poder real hacía patentes sus debilidades e impotencias, los corsarios norteafricanos y el turco protagonizaban asiduos ataques que, como el de la ciudad fortificada de Adra en 1620, ponían en jaque la propia supervivencia de las poblaciones y humillaba al imperio más poderoso del orbe.